ROSA DE FUEGO
Por CARLOS RUIZ ZAFÓN
Y así, llegado el 23 de abril, los presos de la galería se volvieron a
mirar a David Martín, que yacía en la sombra de su celda con los ojos cerrados,
y le pidieron que les contase una historia con la que ahuyentar el tedio. “Os
contaré una historia”, dijo él. “Una historia de libros, de dragones y de
rosas, como manda la fecha, pero sobre todo una historia de sombras y ceniza,
como mandan los tiempos...”
(de los fragmentos perdidos de ‘El Prisionero del Cielo’).
"1
Cuentan las crónicas que cuando el hacedor de laberintos llegó a Barcelona
a bordo de un bajel procedente de Oriente ya portaba consigo el germen de la
maldición que habría de teñir el cielo de la ciudad de fuego y sangre. Corría
el año de gracia de 1454 y una plaga de fiebre había diezmado la población
durante el invierno, dejando la ciudad velada por un manto de humo ocre que
ascendía de las hogueras donde ardían cadáveres y mortajas de centenares de
difuntos. La espiral de miasma podía verse a lo lejos, reptando entre torreones
y palacios para alzarse en un augurio funerario que advertía a los viajeros que
no se aproximasen a las murallas y pasaran de largo. El Santo Oficio había
decretado que la ciudad fuera sellada y su investigación había determinado que
la plaga se había originado en un pozo cercano al barrio judío del Call de
Sanaüja, donde una diabólica conjura de usureros semitas había envenenado las
aguas, tal y como días de interrogatorios a hierro demostraron más allá de
cualquier duda. Expropiados sus cuantiosos bienes y arrojados a una fosa del
pantano lo que quedaba de sus despojos, sólo cabía esperar que la oración de
los ciudadanos de bien devolviera la bendición de Dios a Barcelona. Cada día
que pasaba eran menos los fallecidos y más los que sentían que lo peor ya había
quedado atrás. Quiso empero el destino que los primeros fueran los afortunados
y los segundos pronto hubieran de envidiar a quienes habían dejado ya aquel
valle de miserias. Para cuando alguna voz tenue se atrevió a sugerir que un
gran castigo caería de los cielos para purgar la infamia perpetrada In Nomine
Dei contra los comerciantes judíos, ya era tarde. Nada cayó del cielo excepto
ceniza y polvo. El mal, por una vez, llegó por mar.
2
El buque fue avistado al alba. Unos pescadores que reparaban su redes
frente ala Murallade Mar lo vieron emerger de la bruma arrastrado por la marea.
Cuando la proa encalló en la orilla y el casco se escoró a babor, los
pescadores se encaramaron a bordo. Un hedor intenso emanaba de las entrañas del
barco. La bodega estaba inundada y una docena de sarcófagos flotaba entre los
escombros. A Edmond de Luna, el hacedor de laberintos y único superviviente de
la travesía, lo encontraron atado al timón y quemado por el sol. Al principio
lo tomaron por muerto, pero al examinarlo pudieron observar que todavía le
sangraban las muñecas bajo las ataduras y que sus labios exhalaban un frío
aliento. Portaba un cuaderno de piel en el cinto, pero ninguno de los
pescadores pudo hacerse con él, pues para entonces ya se había personado en el
puerto un grupo de soldados cuyo capitán, siguiendo órdenes del Palacio
Episcopal, que había sido alertado de la llegada del buque, ordenó que se
trasladase al moribundo al cercano hospital de Santa Marta y apostó a sus
hombres para que custodiaran los restos del naufragio hasta que los oficiales
del Santo Oficio pudieran llegar para inspeccionar el barco y dilucidar
cristianamente lo que había sucedido. El cuaderno de Edmond de Luna fue
entregado al gran inquisidor Jorge de León, brillante y ambicioso paladín de la
iglesia que confiaba en que sus empeños en pos de la purificación del mundo le
granjeasen pronto la condición de beato, santo y luz viva de la fe. Tras somera
inspección, Jorge de León dictaminó que el cuaderno había sido compuesto en una
lengua ajena a la cristiandad y ordenó que sus hombres fueran a buscar a un
impresor llamado Raimundo de Sempere que tenía un modesto taller junto al
portal de Santa Ana y que, habiendo viajado en su juventud, conocía más lenguas
de las que eran aconsejables para un cristiano de bien. Bajo amenaza de
tormento, el impresor Sempere fue obligado a jurar que guardaría el secreto de
cuanto le fuese revelado. Sólo entonces se le permitió inspeccionar el cuaderno
en una sala custodiada por centinelas en lo alto de la biblioteca de la casa
del arcediano, junto a la catedral. El inquisidor Jorge de León observaba con
atención y codicia. “Creo que el texto está compuesto en persa, su santidad”,
musitó un Sempere aterrorizado. “Todavía no soy santo”, matizó el inquisidor.
“Pero todo se andará. Prosiga...” Y fue así como, durante toda la noche, el
impresor de libros Sempere empezó a leer y a traducir para el gran inquisidor
el diario secreto de Edmond de Luna, aventurero y portador de la maldición que
habría de traer la bestia a Barcelona.
3
Treinta años atrás Edmond de Luna había partido de Barcelona rumbo a
oriente en busca de prodigios y aventuras. Su travesía por el mar Mediterráneo
lo había llevado a islas prohibidas que no aparecían en mapas de navegación, a
compartir lecho con princesas y criaturas de naturaleza inconfesable, a conocer
los secretos de civilizaciones enterradas por el tiempo y a iniciarse en la
ciencia y el arte de la construcción de laberintos, don que habría de hacerlo
célebre y merced al cual obtuvo empleo y fortuna al servicio de sultanes y
emperadores. Con el paso de los años, la acumulación de placeres y riquezas
apenas significaba nada ya para él. Había saciado su sed de codicia y ambición
más allá de los sueños de cualquier mortal y, ya en la madurez y sabiendo que
sus días caminaban hacia el ocaso, se dijo que nunca más volvería a prestar sus
servicios a menos que fuese a cambio de la mayor de las recompensas, el
conocimiento prohibido. Durante años declinó las invitaciones para construir
los más prodigiosos e intrincados laberintos porque nada de lo que le ofrecían
a cambio le era deseable. Creía ya que no había tesoro en el mundo que no se le
hubiese ofrecido cuando llegó a sus oídos que el emperador de la ciudad de
Constantinopla requería sus servicios, a cambio de los cuales estaba dispuesto
a ofrecer un secreto milenario al que ningún mortal había tenido acceso durante
siglos. Aburrido y tentado por una última oportunidad para reavivar la llama de
su alma, Edmond de Luna visitó al emperador Constantino en su palacio.
Constantino vivía bajo la certeza de que, tarde o temprano, el cerco de los
sultanes otomanos acabaría con su imperio y borraría de la faz de la tierra el
saber que la ciudad de Constantinopla había acumulado durante siglos. Por ese
motivo deseaba que Edmond proyectase el mayor laberinto jamás creado, una
biblioteca secreta, una ciudad de libros que habría de existir oculta bajo las
catacumbas de la catedral de Hagia Sophia donde los libros prohibidos y los
prodigios de siglos de pensamiento pudieran ser preservados para siempre. A
cambio, el emperador Constantino no le ofrecía tesoro alguno. Simplemente un
frasco, un pequeño botellín de cristal tallado que contenía un líquido
escarlata que brillaba en la oscuridad. Constantino sonrió extrañamente al
tenderle el frasco. “He esperado muchos años antes de poder encontrar al hombre
merecedor de este don”, explicó el emperador. “En las manos equivocadas, éste
podría ser un instrumento para el mal”. Edmond lo examinó fascinado e
intrigado. “Es una gota de sangre del último dragón”, murmuró el emperador. “El
secreto de la inmortalidad”.
4
Durante meses Edmond de Luna trabajó en los planos para el gran laberinto
de los libros. Hacía y rehacía el proyecto sin quedar satisfecho. Había
comprendido entonces que ya no le importaba el pago, pues su inmortalidad sería
consecuencia de la creación de aquella prodigiosa biblioteca y no de una
supuesta poción mágica de leyenda. El emperador, paciente pero preocupado, le
recordaba que el asedio final de los otomanos estaba próximo y que no había
tiempo que perder. Finalmente, cuando Edmond de Luna dio con la solución al
gran rompecabezas, ya era tarde. Las tropas de Mehmed II el Conquistador habían
cercado Constantinopla. El fin de la ciudad, y del imperio, era inminente. El
emperador recibió los planos de Edmond maravillado, pero comprendió que nunca
podría construir el laberinto bajo la ciudad que llevaba su nombre. Pidió
entonces a Edmond que intentase eludir el cerco junto con tantos otros artistas
y pensadores que habrían de partir rumbo a Italia. “Sé que encontrará el lugar
idóneo para construir el laberinto, amigo mío”. En agradecimiento, el emperador
le entregó el frasco con la sangre del último dragón, pero una sombra de
inquietud nublaba su rostro al hacerlo. “Cuando le ofrecí este don, apelé a la
codicia de la mente para tentarle, amigo mío. Quiero que acepte también este
humilde amuleto, que tal vez algún día apelará a la sabiduría de su alma si el
precio de la ambición es demasiado alto...”. El emperador se desprendió de una
medalla que llevaba al cuello y se la tendió. El colgante no contenía oro ni
joyas, apenas una pequeña piedra que parecía un simple grano de arena. “El
hombre que me la entregó me dijo que era una lágrima de Cristo”. Edmond frunció
el ceño. “Sé que no es usted hombre de fe, Edmond, pero la fe se encuentra
cuando no se busca y llegará el día en que sea su corazón, no su mente, el que
anhele la purificación del alma”. Edmond no quiso contrariar al emperador y se
colocó la insignificante medalla al cuello. Sin más equipaje que el plano de su
laberinto y el frasco escarlata, partió aquella misma noche. Constantinopla y
el imperio caerían poco después tras un cruento asedio mientras Edmond surcaba
el Mediterráneo en busca de la ciudad que había dejado en su juventud. Navegaba
junto a unos mercenarios que le habían ofrecido pasaje tomándolo por un rico
mercader a quien aligerar de su bolsa una vez en alta mar. Cuando descubrieron
que no portaba riqueza alguna, quisieron echarlo por la borda, pero él les
persuadió para que le permitiesen seguir a bordo contándoles algunas de sus
aventuras a modo de Scherezade. El truco consistía en dejarles siempre con la
miel en los labios, le había enseñado un sabio narrador en Damasco. “Te odiarán
por ello, pero te desearán aún más”. A ratos libres empezó a escribir sus
experiencias en un cuaderno. Para vedarlo de la mirada indiscreta de aquellos
piratas, lo compuso en persa, una lengua prodigiosa que había aprendido durante
sus años en la antigua Babilonia. A media travesía se toparon con un buque a la
deriva sin pasaje ni tripulación. Portaba grandes ánforas de vino que llevaron
a bordo y con las que los piratas se emborrachaban todas las noches mientras
escuchaban las historias que contaba Edmond, a quien no le permitían probar
gota alguna. A los pocos días la tripulación empezó a enfermar y pronto los
mercenarios fueron muriendo uno tras otro víctimas del veneno que habían
ingerido en el vino robado. Edmond, el único a salvo de aquel destino, los fue
metiendo en los sarcófagos que los piratas llevaban en la bodega, fruto del
botín de alguno de sus pillajes. Sólo cuando él era el único que quedaba con
vida a bordo y temía morir perdido a la deriva en alta mar en la más terrible
de las soledades osó abrir el frasco escarlata y olfatear el contenido durante
un segundo. Bastó un instante para que vislumbrara el abismo que quería
apoderarse de él. Sintió el vapor que reptaba desde el frasco sobre su piel y
vio por un segundo sus manos cubrirse de escamas y sus uñas convertirse en
garras más afiladas y mortíferas que el más temible de los aceros. Aferró
entonces aquel humilde grano de arena que pendía de su cuello y suplicó a un
Cristo en el que no creía su salvación. El negro abismo del alma se desvaneció
y Edmond respiró de nuevo al ver que sus manos volvían a ser las de un mortal.
Selló el frasco de nuevo y se maldijo por su ingenuidad. Supo entonces que el
emperador no le había mentido, pero que aquello no era pago ni bendición
alguna. Era la llave del infierno.
5
Cuando Sempere acabó de traducir el cuaderno, la primera luz del alba
asomaba entre las nubes. Poco después el inquisidor, sin mediar palabra,
abandonó la sala y dos centinelas entraron a buscarlo para conducirlo a una
celda de la que tuvo la certeza que jamás saldría con vida.
Mientras Sempere daba con sus huesos en la mazmorra, los hombres del gran
inquisidor acudían a los restos del naufragio, donde, oculto en un cofre de
metal, habían de encontrar el frasco escarlata. Jorge de León los esperaba en
la catedral. No habían conseguido encontrar la medalla con la supuesta lágrima
de Cristo que aludía el texto de Edmond, pero el inquisidor no tuvo reparo pues
sentía que su alma no precisaba de purificación alguna. Con los ojos
envenenados de codicia, el inquisidor tomó el frasco escarlata, lo alzó al
altar para bendecirlo y, dando gracias a Dios y al infierno por aquel don,
ingirió el contenido de un trago. Transcurrieron unos segundos sin que
sucediese nada. Entonces, el inquisidor empezó a reír. Los soldados se miraron
unos a otros desconcertados preguntándose si Jorge de León habría perdido el
juicio. Para la mayoría de ellos, fue el último pensamiento de sus vidas.
Vieron como el inquisidor caía de rodillas y una bocanada de viento helado
barría la catedral, arrastrando los bancos de madera, derribando figuras y
cirios encendidos. Luego escucharon como su piel y sus miembros se quebraban,
como entre los aullidos de agonía la voz de Jorge de León se hundía en el
rugido de la bestia que emergía de sus carnes, creciendo rápidamente en un
amasijo ensangrentado de escamas, garras y alas. Una cola jalonada de aristas
cortantes como hachas se extendía en la mayor de las serpientes y cuando la
bestia se volvió y les mostró el rostro surcado de colmillos y los ojos encendidos
de fuego, apenas tuvieron valor para echar a correr. Las llamas les
sorprendieron inmóviles, arrancándoles la carne de los huesos como el vendaval
arranca las hojas de un árbol. La bestia desplegó entonces sus alas, y el
inquisidor, San Jorge y dragón al tiempo, alzó el vuelo atravesando el gran
rosetón de la catedral en una tormenta de cristal y fuego para elevarse sobre
los tejados de Barcelona.
6
La bestia sembró el terror durante siete días y siete noches, derribando
templos y palacios, incendiando cientos de edificios y despedazando con sus
garras las figuras temblorosas que encontraba suplicando misericordia tras
arrancar los techos sobre sus cabezas. El dragón carmesí crecía día tras día y
devoraba cuanto encontraba a su paso. Los cuerpos desgarrados llovían del cielo
y las llamas de su aliento fluían por las calles como un torrente de sangre. Al
séptimo día, cuando todos en la ciudad creían que la bestia iba a arrasarla por
completo y a aniquilar a todos sus habitantes, una figura solitaria salió a su
encuentro. Edmond de Luna, apenas recuperado y cojeando, ascendió las
escalinatas que conducían al techo de la catedral. Allí esperó a que el dragón
le avistase y viniera a por él. De entre las nubes negras de humo y brasa
emergió la bestia en vuelo rasante sobre los tejados de Barcelona. Había
crecido tanto que rebasaba ya en tamaño al templo del que había emergido.
Edmond de Luna pudo ver su reflejo en aquellos ojos, inmensos como estanques de
sangre. La bestia abrió las fauces para engullirlo, volando ahora como una bala
de cañón sobre la ciudad y arrancando terrados y torres a su paso. Edmond de
Luna extrajo entonces aquel miserable grano de arena que pendía de su cuello y
lo apretó en el puño. Recordó las palabras de Constantino y se dijo que la fe
le había por fin encontrado y que su muerte era un precio muy pequeño para
purificar el alma negra de la bestia, que no era sino la de todos los hombres.
Alzó así el puño que asía la lágrima de Cristo, cerró los ojos y se ofreció.
Las fauces lo engulleron a la velocidad del viento y el dragón se elevó en lo
alto, escalando las nubes. Quienes recuerdan aquel día dicen que el cielo se
abrió en dos y que un gran resplandor prendió el firmamento. La bestia quedó
envuelta en las llamas que resbalaban entre sus colmillos y el batir de sus
alas proyectó una gran rosa de fuego que cubrió totalmente la ciudad. Se hizo
entonces el silencio y cuando volvieron a abrir los ojos, el cielo se había
cubierto como en la noche más cerrada y una lenta lluvia de copos de ceniza
brillante se precipitó desde lo más alto, cubriendo las calles, las ruinas
quemadas y la ciudad de tumbas, templos y palacios con un manto blanco que se
deshacía al tacto y que olía a fuego y maldición.
7
Aquella noche Raimundo de Sempere consiguió escapar de su celda y regresar
a casa para comprobar que su familia y su taller de impresión de libros habían
sobrevivido a la catástrofe. Al amanecer, el impresor se acercó hastala
Murallade Mar. Las ruinas del naufragio que había traído a Edmond de Luna de
regreso a Barcelona se mecían en la marea. El mar había empezado a desguazar el
casco y pudo penetrar en él como si se tratase de una casa a la que hubieran
arrancado una pared. Recorriendo las entrañas del buque a la luz espectral del
alba, el impresor encontró por fin lo que buscaba. El salitre había carcomido
parte del trazo, pero los planos del gran laberinto de los libros seguía
intacto tal y como Edmond de Luna lo había proyectado. Se sentó sobre la arena
y lo desplegó. Su mente no podía abarcar la complejidad y la aritmética que
sostenía aquella ilusión, pero se dijo que vendrían mentes más preclaras
capaces de dilucidar sus secretos y que, hasta entonces, hasta que otros más
sabios pudieran encontrar el modo de salvar el laberinto y recordar el precio
de la bestia, guardaría el plano en el cofre familiar donde algún día, no
albergaba duda ninguna, encontraría al hacedor de laberintos merecedor de
tamaño desafío."